El Papa Pone en Manos de la Inmaculada los Avatares del Nuevo Milenio
Fiesta popular de fe en recuerdo de la proclamación del dogma

CIUDAD DEL VATICANO, 8 dic 2000 (ZENIT.org).- Cuando quedaban 23 días para el comienzo del milenio, Juan Pablo II puso hoy el futuro de la humanidad en manos de la Inmaculada Concepción.

Poco después de las cuatro de la tarde, de rodillas, el Papa pronunció ante la estatua de la Virgen que se encuentra en la Plaza España de Roma, una conmocionada oración que él mismo había compuesto para esta ocasión.

Se trata de una costumbre que este pontífice ha vivido todos los años en el 8 de diciembre y que se convierte, al mismo tiempo, en una fiesta popular para los romanos. En efecto, en este día en el que empiezan las compras navideñas, la gente se echó a las calles para saludar al Papa, quien recorrió las calles de la ciudad eterna en un coche descubierto.

Al llegar a la histórica Plaza, en la que el Papa Pío IX, recientemente beatificado, quiso levantar una estatua a la Virgen, en 1856, en recuerdo de la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción, Juan Pablo II presentó una ofrenda floral.

En un día sumamente agradable de diciembre, a pesar del cielo cubierto, cuando comenzaban a iluminarse las luces artificiales de Roma, el anciano pontífice se postró ante María, rodeado por la gente que abarrotaba la plaza, y, en esa posición pronunció aquellas misteriosas palabras del Génesis: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (3, 15).

«¡Proféticas palabras de esperanza que resonaron en los albores de la historia!», exclamó a continuación el sucesor de Pedro. «Anuncian la victoria de Jesús, nacido de mujer, que traería sobre Satanás, príncipe de este mundo».

«¿Acaso no se condensa en estas palabras la verdad dramática de toda la historia del hombre?», preguntó a continuación. La historia, «en su realidad más profunda, es teatro de una lucha tremenda contra las potencias de la tinieblas, lucha comenzada desde el origen del mundo, que durará, como dice el Señor, hasta el último día».

«En este enfrentamiento sin tregua, se encuentra involucrado el hombre, todo hombre, que debe combatir sin pausa para poder mantenerse unido al bien, a precio de grandes fatigas, con la ayuda de la gracia de Dios».

Por eso, dirigiéndose a María, concluyó: «Elevamos hacia ti nuestros ojos y te pedimos que nos sostengas en nuestra lucha contra el mal y en el compromiso por el bien. ¡Consérvanos bajo tu materna protección, Virgen bella y santa! Ayúdanos a avanzar en el nuevo milenio, revestidos de esa humildad que te hizo predilecta ante los ojos del Altísimo. ¡Que no se dispersen los frutos de este año jubilar!»

A continuación, Juan Pablo II, se dirigió a la basílica de Santa María la Mayor para sumarse al acto de devoción mariana más típico de las Iglesias católicas de oriente, que en la mayoría de los casos acaban de resurgir, tras décadas de persecución en países que gravitaban en torno a la ex Unión Soviética.

Junto a representantes de católicos rusos, ucranianos, rumanos, húngaros, bielorrusos..., Juan Pablo II participó en el canto del himno Akathistos, que la liturgia bizantina dedica al misterio de la Encarnación de la Virgen.

La oración se entonó en varios idiomas, en griego, en paleoeslavo, en húngaro, en ucraniano, en rumano y árabe. De este modo, este himno, que se remonta a los primeros siglos de la cristiandad, permitió rezar al obispo de Roma esa oración que unía a todos los cristianos, antes de que tuviera lugar el gran cisma de Oriente a inicios de este milenio.

En el primer templo de la cristiandad dedicado a María, se pudo respirar ese olor a incienso y se escucharon esos cantos tan propios de las Iglesias rusas. En este ambiente, el Papa deseó en una breve homilía: que María, «¡nos lleve a contemplar, en la próxima Navidad, el misterio de Dios hecho hombre por nuestra salvación!».
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Polémica: ¿Se Contradice el Papa?
La Santa Sede aclara interpretaciones equivocadas de la prensa

CIUDAD DEL VATICANO, 7 dic (ZENIT.org).- El Papa contradice la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe «Dominus Iesus». Esta es la noticia que podía leerse esta mañana en varios periódicos de diferentes países europeos.

En un primer momento, parecía todo un «scoop», pues el Papa había dejado muy claro que él mismo ha aprobado el documento que lleva la firma del cardenal Joseph Ratzinger («El Papa: "Dominus Iesus", una plataforma para el diálogo entre creyentes»).

¿Qué es lo que ha pasado entonces? La respuesta se encuentra en un breve despacho publicado ayer por la agencia italiana Ansa. Con el título «El Papa: Todos los justos, incluso quien no cree, se salvarán», informaba ayer sobre la intervención del pontífice en la tradicional audiencia general de los miércoles.

Acto seguido, en el segundo párrafo del servicio, explicaba que la afirmación contradecía la Declaración vaticana. «Por el contrario --se puede leer en el despacho de Ansa--, un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, del 5 de septiembre pasado, el "Dominus Iesus", afirmando que sólo en "la única y universal" Iglesia católica puede haber salvación, había provocado reacciones críticas por parte de las demás religiones y suscitado dudas sobre la voluntad ecuménica de la Santa Sede».

Para aclarar el malentendido, la Sala de Prensa de la Santa Sede ha publicado hoy un comunicado en el que se explica que esta «apresurada noticia nace en realidad de un insuficiente conocimiento de la Declaración "Dominus Iesus"».

En realidad, el número 20 de la «Dominus Iesus», según informa el comunicado de prensa, dice lo siguiente: «Para aquellos que no son formal y visiblemente miembros de la Iglesia, la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella, sino que los ilumina de manera adecuada en su situación interior y ambiental. Esta gracia proviene de Cristo; es fruto de su sacrificio y es comunicada por el Espíritu Santo».

El comunicado de prensa distribuido esta mañana por la Santa Sede concluye: «La enseñanza del Concilio Vaticano II, retomada por el Santo Padre, según la cual, quienes se salvan, aunque no sean cristianos, se salvan por obra de la gracia de Cristo, es precisamente lo que declara la "Dominus Iesus" a propósito del carácter único y universal de Cristo».

Lo más curioso de la polémica es que la catequesis del Papa no hablaba de la salvación, sino de la colaboración entre creyentes y no creyentes en la construcción del Reino de Dios (no del Reino de los Cielos).

El Reino de Dios, aclaró, «es la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas».

Y añadió: «Todos los justos de la tierra, incluso los que ignoran a Cristo y a su Iglesia y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero, están llamados a edificar el Reino de Dios, colaborando con el Señor que es su primer y decisivo artífice».

Sin embargo, grandes periódicos europeos hoy abrían con titulares que, aunque corresponden a la teología católica, contienen afirmaciones que el Papa no hizo ayer y que no se oponen a la «Dominus Iesus».

El diario de mayor tirada en Italia, «Il Corriere della Sera», ponía en un título una afirmación entre comillas que no está en el discurso: «También quien no cree puede salvarse», decía el diario, aunque ciertamente corresponde con el Magisterio de la Iglesia enseñado en el Concilio Vaticano II («Lumen Gentium»), pero que curiosamente nunca dijo ayer el Papa, pues no era el tema de su intervención.

Puede leer la traducción del discurso del Papa realizada por Zenit en «Juan Pablo II: El Reino de Dios está cerca».
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Juan Pablo II: El Reino de Dios Está Cerca
Intervención en la audiencia general del miércoles

CIUDAD DEL VATICANO, 6 dic 2000 (ZENIT.org).- «¡Venga tu Reino!». ¿Qué significa esta invocación que elevan los cristianos desde hace dos mil años por invitación del mismo Cristo? Juan Pablo II respondió a esta pregunta esta mañana durante la tradicional audiencia general del miércoles.

«El Reino es la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas --explicó el Papa--. Él vence las resistencias del mal con paciencia, y no con prepotencia o clamor».

Ofrecemos a continuación la intervención íntegra del Papa.

* * *

1. En este año del grande Jubileo el tema de fondo de nuestras catequesis es la gloria de la Trinidad, como nos ha sido revelada en la historia de la Salvación. Hemos reflexionado en la Eucaristía, máxima celebración de Cristo, presente bajo las humildes especies del pan y del vino. Ahora queremos dedicar algunas catequesis al compromiso que se nos pide para que la gloria de la Trinidad resplandezca plenamente en el mundo.

Evangelio de la esperanza
Nuestra reflexión comienza en el evangelio de Marcos, donde leemos: «Marchó Jesús a Galilea y proclamaba la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Marcos 1, 14-15). Fueron las primeras palabras que pronunciaba Jesús ante la muchedumbre: en ellas se concentra el corazón de su Evangelio de esperanza y de salvación, el anuncio del Reino de Dios. A partir de aquel momento, como constatan los evangelistas, «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mateo 4, 23; cf. Lucas 8, 1). Tras su estela le siguieron los apóstoles y con ellos Pablo, el apóstol de las gentes, llamado a «anunciar el Reino de Dios» en medio de las naciones hasta la capital del imperio romano (cf. Hechos 20, 25; 28, 23.31).

2. Con el Evangelio del Reino, Cristo se remonta a las Sagradas Escrituras que, a través de la imagen regia, celebran el señorío de Dios sobre el cosmos y sobre la historia. De este modo, leemos en el Salterio: «Decid entre las gentes: "¡el Señor es rey!". El orbe está seguro, no vacila; él gobierna a los pueblos rectamente» (Salmo 96, 10). El Reino es, por tanto, la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas. Él vence las resistencias del mal con paciencia, y no con prepotencia o clamor.

Diminuta semilla
Por este motivo, el Reino es comparado por Jesús al grano de mostaza, la semilla más pequeña, destinada a convertirse sin embargo en árbol frondoso (cf. Mateo 13, 31-32), o a la semilla que un hombre ha enterrado: «duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo» (Marcos 4, 27). El Reino es gracia, amor de Dios para el mundo, manantial para nosotros de serenidad y de confianza: «No temas, pequeño rebaño --dice Jesús--, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino» (Lucas 12, 32). Los miedos, los afanes, las pesadillas se disuelven, pues el Reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lucas 17, 21).

Buscar el Reino
3. Sin embargo, el hombre no es un testigo inerte de la entrada de Dios en la historia. Jesús nos invita a «buscar» activamente «el Reino de Dios y su justicia» y a hacer de esta búsqueda nuestra preocupación principal (Mateo 6, 33). A quienes creen «que el Reino de Dios está cerca» (Lucas 10, 11), prescribe una actitud activa, y no una espera pasiva, contándoles la parábola de las diez minas que había que hacer rentables (cf. Lucas 19, 12-27). Por su parte, el apóstol Pablo declara que «el Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14, 17) e invita apremiantemente a los fieles a poner sus miembros al servicio de la justicia en vista de la santificación (cf. Romanos 6, 13.19).

La persona humana está, por tanto, llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón en la venida del Reino de Dios al mundo. Esto vale particularmente para los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, «colaboradores del Reino de Dios» (Colosenses 4, 11), pero sirve también para toda persona humana.

Pobres de espíritu
4. En el Reino, entran las personas que han escogido el camino de las Bienaventuranzas evangélicas, viviendo como «pobres de espíritu», en el desapego de los bienes materiales, para levantar a los últimos de la tierra del polvo de su humillación. «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que le aman?», se pregunta Santiago en su Carta (2, 5). En el Reino entran aquellos que soportan con amor los sufrimientos de la vida: «Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hechos 14, 22; cf. 2 Tesalonicenses 1,4-5), donde Dios mismo «enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Apocalipsis 21, 4). En el Reino entran los puros de corazón que escogen el camino de la justicia, es decir, la adhesión a la voluntad de Dios, como exhorta san Pablo: «¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios» (1 Corintios 6,9-10; cf. 15,50; Efesios 5, 5).

Para todos los hombres
5. Todos los justos de la tierra, incluso los que ignoran a Cristo y a su Iglesia y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero (cf. «Lumen gentium», 16), están, por tanto, llamados a edificar el Reino de Dios, colaborando con el Señor que es su primer y decisivo artífice. Por esto, tenemos que ponernos en sus manos, en su Palabra, en su guía, como niños inexpertos que sólo en su Padre encuentran la seguridad: «el que no reciba el Reino de Dios como niño --ha dicho Jesús--, no entrará en él» (Lucas 18, 17).

Con este espíritu tenemos que hacer nuestra la invocación: «¡Venga tu Reino!». Una invocación que en la historia de la humanidad se ha elevado muchas veces al cielo como un anhelo de esperanza: «¡Venga a nosotros la paz de tu reino!» («Vegna vêr noi la pace del tuo regno»), exclama Dante parafraseando el Padrenuestro («Purgatorio» XI, 7). Una invocación que orienta la mirada al regreso de Cristo y alimenta el deseo de la venida final del Reino de Dios. Este deseo, sin embargo, no aparta a la Iglesia de su misión en este mundo, es más, la compromete aún más (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2818), en la esperanza de poder cruzar el umbral del Reino, del cual la Iglesia es germen e inicio (cf. «Lumen gentium», 5), cuando llegue en su plenitud en el mundo. Entonces, nos asegura Pedro en su Segunda Carta, «pues así se os dará amplia entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pedro 1, 11).
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El Papa: Creyentes y No Creyentes Deben Construir Juntos el Reino de Dios
Recuerda el compromiso común para edificar una justicia evangélica

CIUDAD DEL VATICANO, 6 dic 2000 (ZENIT.org).- Todo hombre, aunque no sea creyente, está llamado a «colaborar» con la venida del Reino de Dios. Lo afirmó esta mañana Juan Pablo II lanzando un apremiante llamamiento a la cooperación entre creyentes y no creyentes.

Sus palabras no dejaron lugar a dudas: «Todos los justos de la tierra, incluso los que ignoran a Cristo y a su Iglesia y que, bajo el influjo de la gracia, buscan a Dios con corazón sincero, están llamados a edificar el Reino de Dios, colaborando con el Señor que es su primer y decisivo artífice».

El pontífice continuó de este modo, ante 30 mil peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro, sus intervenciones de los miércoles, en esta última fase del Jubileo, que ha dedicado a profundizar en las relaciones de los católicos con las demás personas.

Tras haber afrontado, en semanas pasadas las relaciones con los cristianos de otras confesiones, y con los creyentes de otras religiones, a la luz del misterio central del cristianismo, la Trinidad, el pontífice afrontó hoy la colaboración que deben mantener los católicos con los no creyentes en la sociedad de hoy.

Reino de Dios
En su intervención, el obispo de Roma explicó, ante todo, el significado de la expresión Reino de Dios, que explica la misión del hombre en el mundo a la luz del Evangelio. «El Reino --aclaró-- es la acción eficaz pero misteriosa de Dios en el universo y en ese ovillo de las vicisitudes humanas. Él vence las resistencias del mal con paciencia, y no con prepotencia o clamor».

«Los miedos, los afanes, las pesadillas se disuelven, pues el Reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo».

Ahora bien, añadió el sucesor de Pedro, «el hombre no es un testigo inerte de la entrada de Dios en la historia. Jesús nos invita a "buscar" activamente "el Reino de Dios y su justicia" y a hacer de esta búsqueda nuestra preocupación principal».

Para toda persona
«Por tanto, la persona humana está llamada a cooperar con sus manos, su mente y su corazón en la venida del Reino de Dios al mundo. Esto vale particularmente para los que están llamados al apostolado y que son, como dice san Pablo, "colaboradores del Reino de Dios", pero sirve también para toda persona humana».

La senda de las Bienaventuranzas
Pero, ¿cómo se puede colaborar con la venida del Reino de Dios? El Papa ofreció como respuesta las Bienaventuranzas. Los colaboradores del Reino son los que viven «como "pobres de espíritu", en el desapego de los bienes materiales, para levantar a los últimos de la tierra del polvo de su humillación».

Colaboradores del Reino son los «que soportan con amor los sufrimientos de la vida»; «los puros de corazón que escogen el camino de la justicia, es decir, la adhesión a la voluntad de Dios»...

Por eso --concluyó--, los colaboradores del Reino son los que se ponen en manos de Dios «como niños inexpertos que sólo en su Padre encuentran la seguridad». Pues, como dijo Jesús, «el que no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él».
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Juan Pablo II: La Unidad entre los Cristianos, un Desafío Urgente
Recibe a 47 obispos de varias Iglesias y comunidades amigos de los Focolares

CIUDAD DEL VATICANO, 3 dic 2000 (ZENIT.org).- Juan Pablo II pidió ayer intensificar los esfuerzos y la oración para promover el don de la reconciliación entre las Iglesias y comunidades cristianas, al recibir a un grupo de obispos amigos del Movimiento de los Focolares.

El pontífice utilizó palabras de gran calor humano y de profunda intensidad espiritual al recibir a los 47 prelados amigos de este Movimiento fundado por Chiara Lubich. Entre ellos, se encontraban obispos ortodoxos, sirio-ortodoxos, anglicanos, evangélicos-luteranos, así como católicos.

En nombre de ellos, se dirigió al Papa el cardenal Miloslav Vlk, arzobispo de Praga, quien en el saludo recordó que fue el mismo pontífice quien impulsó estos encuentros (se han celebrado ya en diecinueve ocasiones), comenzados en 1982.

Una iniciativa que se enmarca en el carisma de los Focolares, centrado en la espiritualidad de la unidad arraigada en el Evangelio y que lleva por lema la oración de Jesús: «Que todos sean uno».

El Papa, en el encuentro, definió precisamente estas palabras de Cristo como un «ardiente deseo». Un deseo que ha sido también el protagonista de este encuentro de obispos cristianos, que concluirá el 4 de diciembre, dedicado principalmente al ecumenismo. De hecho, el tema es «El grito de Jesús abandonado: luz en el camino hacia la plena comunión entre las Iglesias».

«Habéis meditado en la angustia experimentada por Cristo en Getsemaní cuando sintió la soledad y el abandono a la hora de cumplir con la misión que el Padre le había confiado», dijo el Papa al dirigirse a los obispos. De este modo, Jesús se presenta como modelo, pues «la aspiración a la unidad tiene que ir acompañada por una profunda capacidad de sacrificio».

Cristo, «por amor a los hermanos, asumió toda división, venciendo en sí el pecado la desunión de los suyos. ¿Cómo es posible dejar de ver la urgencia de vivir un amor así para hacer fecunda la actividad ecuménica?», preguntó el pontífice.

A continuación, pidió a los obispos amigos de los Focolares que se conviertan «en instrumentos cada vez más profundos y en ministros de la unidad y de la santificación». En primer lugar, con la oración, pues la «reconciliación» entre las Iglesias es un don divino.

Y, en segundo lugar, con la conversión diaria y constante del corazón. «Cuanto más sepamos pensar y actuar según el corazón de Cristo --concluyó el obispo de Roma--, sabremos ser más fieles a su mandamiento. La unidad es una conquista paciente y de amplias miras de la fe y de la caridad».
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